Esta semana me conseguí con la agradable sorpresa de un florecido diente de león a la salida de mi casa. Nunca antes había notado su presencia, y por unos segundos, fascinado, lo observé. Esa esfera blanquecina, redonda como luna llena, atrapó la totalidad de mi —a menudo dispersa— atención.
Soplarlo fue ver un repliegue de semillas voladoras, de florecillas albas, esparcirse en el aire con agraciada delicadeza, cada una en una trayectoria distinta. Pensé que ese instante, ese sencillo acto, contenía el misterio del mundo: la armonía paradójica entre unicidad y multiplicidad, entre lo universal y lo local, entre lo semejante y lo diverso, entre lo inmanente y lo trascendente.
Más tarde recordé los poemas de Matsuo Bashō, me inspiré y escribí un haiku:1
Vi entre el concreto un diente de león, soplé en secreto.
Y pensé en el tiempo: en que desearía soplarlo de nuevo, pero aún no ha vuelto a florecer. En que la imagen de ese instante, con el pasar de los días, se irá difuminando en la memoria. En que, tan centrado en la belleza de la flor, no pedí un deseo... en que siempre habrá presente un vacío.
De esta última conclusión se desdobla la comprensión metafísica que actualmente tengo del ser humano en relación con el mundo: verse colmado, estar pleno, no es posible en la Tierra. Siempre palpitará en cada uno alguna pena, algún «malheur» —como propuso Simone Weil— que, aquí, nunca encontrará cobijo ni consuelo. Se trata de un vacío propio de nuestra ontología, la irremediable inquietud del corazón de la que hablaba San Agustín.
Esa inquietud, de todas maneras, se presenta en cada persona en mayor o menor grado. Pasa que en nuestra época hay un excedente. Hay gente serena, pero hay cada vez más gente que está demasiado angustiada, lo cual se ha vuelto preocupante. De la ansiedad se ha dicho que es el mal dominante en este tiempo, y cabe invitar a cada uno a reflexionar, más allá de los sistemas políticos, de los eventos dolorosos y de la incertidumbre, el porqué.
Si me considero un «humanista nostálgico» es, sencillamente, porque me parece que este mal que impregna a la civilización es el resultado de una crisis de sentido sostenida en el tiempo. Sí, siempre habrá un vacío, pero justamente por ello la gran dedicación de la humanidad —por la que ésta se ha dispuesto a hacer arte, y ha fundado la cultura, y ha afinado la técnica, y ha buscado el saber— ha sido la empresa conjunta de llenar el vacío.
Sucede hoy que, enviciada y desorientada —o «des-astrada», como alguien falto de estrella que le guíe en el mar2—, la civilización ha ido abandonando esta empresa. El paso del humanismo al posthumanismo está siendo trágico. El ansia de rebelarse sólo porque sí, la supuesta virtud de la duda metódica que devino en una insana sospecha, esa actitud egoísta de desechar lo tradicional por, arbitrariamente, considerarlo obsoleto es una ingratitud con las grandes mentes de la historia que, como escribió Séneca, nos prepararon la vida, pues «por el trabajo ajeno somos iniciados en aquellas hermosísimas verdades que ellos de las tinieblas sacaron a la luz».
¿Por qué no entregarnos con toda el alma desde este breve y caduco tránsito del tiempo a aquellas cosas que son inmensas, que son eternas, que nos son comunes con los mejores espíritus? —Séneca. «De brevitate vitae», XIV.
La velocidad, el cortoplacismo, la inmediatez, la falta de proyecto y de una comunidad de sentido, nos hace perder de vista esas cosas inmensas y eternas que nos pueden hacer, paulatinamente, seres más completos. Frente al vacío podríamos preguntarnos: si la nada es sólo nada, ¿qué tiene que perturbe? Y sería una buena pregunta, pero podemos formularla distinto también: ¿qué no tiene? Y concluiríamos que no existe ataraxia posible en la nada.
Mi nostalgia, haciendo honor a su etimología, duele, es punzante, pero no me oscurece ni me paraliza. Se puede ser nostálgico y seguir diciendo, como San Juan Bosco, «¡Tristeza y melancolía, fuera de la casa mía!». Mi nostalgia es la del futuro anhelado que ya no fue ni será, esa potencia que siempre nos es arrebatada. Mi nostalgia es la añoranza de la mirada infantil, que aún era inocente porque no se había topado con la vileza que merodea en los alrededores, porque no era consciente de la maldad, porque estaba despreocupada por los malestares del mundo.
Pero no me queda más que alegrarme por haber tenido una niñez feliz y poder preservar esa alegría hasta el día de hoy. Tomaré, entonces, ese sentimiento para apegarme a aquello de donde se enraíza el Yo; es decir: emplear la nostalgia como herramienta para alcanzar el imperativo socrático «Conócete a ti mismo», saber así de dónde vengo y transformar ese conocimiento en una esperanza que oriente mis andanzas. En mí se estira una cuerda tensada: de un lado hala mi tiempo, donde yo soy yo, donde habito y pienso y escribo esto en mi celular; del otro estiran juntos el paraíso perdido y el futuro brillante en el que tengo fe. Lo más humano del ayer es la mejor guía para el mañana.
No estimo mucho el hecho de ser hijo de esta era, pero quizá, en cualquier otro tiempo, siendo así como soy, hubiese pensado igual. Quizá ningún tiempo se adecúa a mí. Quizá ningún tiempo se adecúa totalmente a nadie, porque en todos late un anhelo celestial que en vida no puede ser colmado, algo que nos es común y que hace que todos sonriamos al soplar un diente de león y ver el efecto de ese delicado aliento.
Naufragados y «des-astrados» en esta larga noche, mirar atrás en busca del sol es un ejercicio imperativo. Y como el sol siempre vuelve, mirar atrás puede ser, también, ver hacia el frente.
Podcast
Esta semana en Filosofando Sin Filtros también conversamos sobre la nostalgia. Puede que este artículo haya sido muy personal, pero allí verán otras ideas mías y de mis amigos que enriquecen el tema. ¡Los invito a chequearlo!
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Este proyecto es una columna de reflexión y opinión semanal. Mi objetivo es que algún medio la publique. Si te gusta, me ayudaría mucho que compartas este contenido. ¡Feliz inicio de semana!
Estoy actualizando el haiku a fecha 5 de octubre. La primera versión que escribí decía: «Encontré un diente / de león y en secreto / lo soplé alegre». Prefiero ahora resaltar la imagen del concreto y ofrendar aquella alegría.
Carlos Javier González Serrano (2024). Atreverse a mirar hacia arriba: la lucha por recuperar nuestra atención.