Entre toda la sátira de lamentos que se arrojan en las redes sociales, aparece, cada tanto, uno que me pone en alerta: «Ya no quiero vivir tiempos históricos».
Comprendo, por supuesto, de dónde surge aquel deseo. Nacido del hastío de las espasmódicas vicisitudes, es el reclamo por un rato de estabilidad; o al menos por una reducción considerable de la volatilidad que marca el compás arrítmico del mundo y el país. Se trata de eso, una patria y un mundo que padecen una severa arritmia. Pero desear vivir al margen de la historia es ilusorio en cualquier lado en que se esté. El mentado «fin de la historia» no pasó ni pasará. Adecuémonos, o adecuémonos a resistir —para no caer en conformismos—, en un presente que será cada vez más atropellado.
En suma, la historia parece que se acelera casi exponencialmente. Cada gran edad del pasado va durando menos que la anterior. Es probable que la Edad Contemporánea, esa que inició con la Revolución Francesa, ya haya acabado y que sea cuestión de unos años para que los historiadores se pongan de acuerdo en el nombre que debe llevar esta era que nos hermana en una nube global de conexiones.
En la medida en que necesitamos varios trabajos para subsistir y vayamos de empleo en empleo como saltinbanquis, nos vemos consumidos por esta velocidad. Cada año somos nuevas personas, con nuevos destinos distintos a los del año pasado. ¿Cómo no se va a mover la historia en ese ajetreo? Y como no tenemos mente para seguirle el paso, nos cansamos, nos quejamos, nos resignamos: «¡Agosto duró demasiado!» «¡Ya no quiero vivir tiempos históricos!»
Porque la historia, amigos lectores, es inexorable. Como afirmó Jeanne Hersch: «La historia está en el centro de nuestra libertad. Estamos hechos de lo que pasa. Pasamos». Ese pasar, más que un transcurrir, refiere a un ocurrir. Y como «algo persiste a través de lo que pasa», somos sujetos históricos y responsables del pasado, presente y futuro. Dejamos huella. Sin esa intersección contradictoria entre afluencia y permanencia «o nada fluye o nada sucede, o todo fluye y nada de lo que fluye pesa en la balanza de la libertad. Se trata de una nada de realidad, o de una nada de sentido». 1
De ahí que, frente a la hinchazón de la afluencia y la velocidad de los acontecimientos, —en detrimento de la memoria, de la libertad, del sentido...— siga vigente la sentencia que pronunció José Ortega y Gasset en 1933: «estos años que vivimos, los más intensamente técnicos que ha habido en la historia de la humanidad, son de los más vacíos». 2
La actualidad está llena de vacío. Imprime en el tiempo y el espacio un horror vacui que lo frivoliza todo. Esa aceleración silenciosamente liberticida no deja hueco para la virtud y la contemplación. El poema en prosa de Baudelaire, Pérdida de la aureola, retrata una condición que persiste, nos oprime y nos corrompe:
Hace un rato apenas, cuando atravesaba yo el bulevar con gran prisa y chapoteaba entre el barro, a través de ese caos de movimiento, de donde la muerte llega al galope de todas partes a la vez, mi aureola, en un movimiento brusco, se deslizó en el fango del macadam. No tuve el valor de recogerla.
Juzgué menos desagradable perder mis insignias que dejarme romper los huesos. Y luego, me dije para mi coleto: «No hay mal que por bien no venga. Puedo ahora pasearme de incógnito, cometer malas acciones y entregarme a la crápula, como los simples mortales». Y heme aquí, completamente parecido a usted, como ve.
Por esto, en medio del caos, ensuciados por el fango del macadam, debemos tener el valor de pausar para recoger con aplomo nuestra aureola, reflexionar y reorientarnos mientras repensamos también nuestra relación con el tiempo y la trascendencia, sin caer en la inacción. ¿Cómo se es libre si no es de esa manera?
Séneca escribió que «es propio del hombre más eminente no dejar que caiga en el vacío la más pequeña partícula de su tiempo».3 Tenemos, hic et nunc, una partícula de tiempo que nos acompaña. Es nuestra partícula de tiempo y, si la tratamos bien, podemos dejar de pelearnos con la historia y hacer de nuestro presente —al decir de Hersch— una miniatura de eternidad.
Bienvenidos a esta partícula de mi tiempo, una columna de opinión y reflexión independiente (por lo menos hasta que algún medio quiera publicarla).
Notas:
Jeanne Hersch (2009). Tiempo y música. Acantilado (pp.53, 62).
José Ortega y Gasset (1968). Meditación de la técnica. Revista de Occidente, S.A., Madrid (p.93).
Séneca (1992). De la brevedad de la vida y otros escritos. Aguilar, S.A. Madrid. 2da Edición.
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Tengo un podcast de filosofía con mis amigos, llamado Filosofando Sin Filtros. Sale todos los domingos a las 5pm. Ayer sacamos el episodio #51 donde hablamos de Emil Cioran y el pesimismo. Míralo aquí: